Morir es algo que nadie sabe cuándo llegará. Si bien algunos conocen la fecha de su caducidad, gracias a la medicina moderna, la verdad es que en cualquier momento nos puede pasar un accidente mortal. Es fue el caso de Esquilo, dramaturgo griego; predecesor de Sócrates y de Eurípides. Un día él caminaba hacia las afueras de las ciudad, porque un oráculo profetizó que el moriría aplastado por una casa. Y creyó que al exiliarse a las afueras, podría evitar las frías garras de la muerte; pero paso todo lo contrario. Un quebrantahuesos vio su reluciente calva, creyendo que era una afilada roca.
Lo cierto es que me imaginé a Esquilo sentado por allí, pensado sobre la temática de su siguiente tragedia. Y es que la idea, de que un hombre vagase por el resto de la eternidad sin saber que había muerto, no era tan mala. Pero algo le faltaba, por eso se quedó toda esa tarde pensando:
- ¿Cómo aquel trágico destino podría traer una enseñanza?
Mientras del cielo cayó algo ovalado. Esquilo sintió que algo le toco la calva, miró hacia arriba y no vio nada. Volvió adentrarse en sus pensamientos sin saber que su cuerpo yacía de cara al cielo, y que una tortuga intentaba enderezarse para después lavarse en el rió.